jueves, 27 de enero de 2011

La tierra de las papas...



Todavía me acuerdo de un libro que llegó a mis manos cuando tenía como unos 8 años. No recuerdo quién me lo regaló en el día de mi cumpleaños, pero no fue uno que yo pidiera, y si hubiera sabido todo lo que iba a desencadenar… lo pido incluso antes.

Tengo la suerte de que me hayan enseñado el placer de leer y a ser tan curiosa por lo que me rodea desde bien pequeña, y no puedo dejar de agradecer a mis padres y a mis hermanos mayores que me convirtieran en aquel entonces en la monstruita devora-historias que aun sigo siendo.

La tierra de las papas, uno de los ejemplares de la serie roja de El Barco de Vapor, fue mi primer encuentro con las diferencias sociales y la injusticia, con el cambio cultural entre países muy dispares, y unos 15 años después no se me borra el recuerdo, la sensación, y ese primer sentimiento profundo de impotencia y rabia por una situación así.

María, la protagonista de la historia tenía pocos años más que yo, y me sentía muy identificada. Tenía aquí en España todo lo que podía desear: una habitación bonita, los amigos de su colegio, su videoconsola, su ropa a la última moda, a su familia... Ella solo describía eso porque comer, tener derecho a estudiar, el cariño de una familia, estar sana, y jugar son cosas que piensa que todos los niños del mundo deben tener.

Cual fue su sorpresa cuando a su padre lo destinaron a Bolivia y se dio de bruces con la cruda realidad de otros niños. Yo aun no entendía bien palabras como hipocresía o doble moral, pero aun me imagino los barrios para los turistas, y los de los nativos. Nunca se dijo en el libro nada de un muro, pero lo pude ver muy claramente.

El personaje clave fue Casilda, la criada que allí buscaron. Era una niña de la misma edad que María, tan distinta de la chica que se convierte en su amiga, simplemente por haber nacido donde nació. La visualicé mucho más mayor, tenía que hacerse cargo de sus hermanos pequeños porque sus padres murieron, no sabía coger un lápiz ni leer, siempre estaba triste o seria, sus manos estaban ajadas como las de una abuela, y en su cara no estaban ya las facciones de cualquier niña.

El capítulo que más retuve, tan pequeñita, fue el del mapa. María le enseñaba dónde estaba el lago Titicaca, y la distancia a la que estaban de él. Casilda salió despavorida gritando y haciendo aspavientos, maldiciendo, porque pensaba que era un demonio que la estaba intentando engañar. Le juraba que ella estuvo una vez allí con su familia un domingo, que el viaje duró medio día, y que no podía ver el final del lago, mientras en su estúpido papel parecía solo una gotita de agua azul.

Fue ahí donde caí en que algo raro pasaba, y que lo que sea muy normal para nosotros puede resultar demoníaco para otros, simplemente porque ellos no han tenido las mismas oportunidades, como la educación, de las que los hijos de los países desarrollados disfrutamos y ni nos cuestionamos.

Hoy, en un día en el que no paro de repasar conceptos sobre derechos humanos y los Objetivos de Desarrollo del Milenio para la erradicación de la pobreza, mi mente me ha llevado sin querer a aquella época en la que aun era proyecto de personita, y me he alegrado mucho por ver cómo han ido evolucionando las cosas.

A veces me pregunto si quien me regaló aquel libro sabría que hoy por hoy esa historia de Casilda con María y tantas otras parecidas, sobre un bagaje cultural distinto y la necesidad de entendernos unos con otros, serían lo que motiva mi futuro profesional, lo que han hecho que estudie lo que he elegido, y lo que consigue que todo el mundo me pregunte por qué no paro de viajar y conocer sitios nuevos, con costumbres tan distintas a las mías.

Mi madre siempre me decía que “tener claro el camino es un lujo que debemos saber permitirnos”, y que “lo único que vale es luchar por aquello que queremos”. Pues creo entonces que soy rica desde hace mucho, y más de lo que me podía imaginar.

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