domingo, 6 de julio de 2014

WANDERLUST: La vuelta al mundo




Después de estos años sobreponiéndote al dilema de estar fuera de casa pero con las ocasiones suficientes que hacen que revientes por medio estar allí; de que lleguen a ti pedazos de las realidades de los que son tu gente pero no puedas disfrutar de ellos al completo. Tras no saber en qué día de la semana vives jamás ni si tienes que desayunar, comer o cenar. Si dormir o levantarte a comerte el momento. Si ponerte el bikini o el plumas. Después de asustarte por no saber en qué cama de qué país te has levantado, o de librar algún martes o miércoles sin esas personas para tomarte unas cañas y, sobre todo, de aguantar lo que como usuarios jamás admitiréis que aguantamos, ha llegado la hora de disfrutar de la merecida y verdadera oportunidad que conlleva vivir sobre las nubes y así crecer. Lo que sea para persistir en ese empeño por dejar de ser Niñata Pequeña, de quien ya os he hablado alguna vez.

Cambiar el modo “bolsa de vuelo, labios rojos, tacones, voz melódica, medias, moño de bailarina y pañuelo al cuello” por la carita lavada, mochila, vaqueritos rotos, aire en los pulmones y rizos al viento sería utópico si no fuera porque no es para eso para lo que he venido a esta fiesta, y no pienso quedarme en lo que únicamente conforma volver a mis primeros instintos, a llegar a desprenderme de mordazas del mundo profesional, elegante y adulto que pueden oprimirme a la hora de reflejar quien soy. En cueros estoy, quillo. Aún no supone ningún cambio con respecto a lo que una vez fui, y aquí hemos venido a aprender.

Cuando me planteé dar mi primera vuelta al mundo me movió esa curiosidad multicultural con la que siempre conviven los intérpretes; conociendo sin juzgar, valorando sin criticar, confiando pero con cuidado, introduciéndome y dando lo que llevo dentro sin alterar lo que me rodea y convirtiéndome en esa testigo silenciosa pero expectante de cualquier elemento que sea distinto a lo que siempre he conocido como mi hogar.

Uno de los aspectos físicos más impactantes para mí, que denota que esto no va a ser como nada que haya vivido antes es lo que llevo conmigo. Esa bendita mochila siempre se llenaba de lo básico más miles de materiales de actividades para quince días; textos, juegos, botiquines, cuadernos de evaluación, ordenador, altavoces y muchas ideas para los demás. El hecho de que ahora sea un trozo de tela que va mucho más vacía, con lo mínimo para ir ligera y así atravesar más fácilmente el planeta, hace que me dé cuenta del desafío que conlleva enfrentarme a esto sola. Será una sensación nueva hacer algo de este tamaño sin nadie en quien apoyarte cuando dudes, sin el montón de abrazos de mis niños que suponía para mí cualquier viaje que comenzara en julio, sin vuelta atrás posible con unos billetes de avión a las antípodas, con miedo ante lo desconocido aunque con unas ganas inigualables. Ya estoy viendo a mi Pepito Grillo desbordado y hasta los topes, y todo porque nunca supe diferenciar entre esto que deseo con locura, eso que dicen que debo hacer y aquello que realmente me conviene. Espero tomar en cada cruce de caminos la decisión correcta, y enriquecerme mucho en un mundo que, cuando tienes alas, se te presenta en la palma de la mano, con experiencias únicas pero quizá con alguna incursión en la boca del lobo.

Ya está bien de llorar por despedidas; digo yo que siempre será mejor reencontrarse dentro de algún tiempo con alguien que se dispuso a crecer y a disfrutar en cada recodo del viaje que nunca decir adiós a alguien que jamás se atrevió, y que se estancó en la rutina de un día a día.

“Buenos días, buenas tardes, buenas noches” para unos, “buenos vuelos” para otros, y mucha suerte para todos.






sábado, 8 de marzo de 2014

Delirium tremens de pura vida



(Puerto Viejo, Costa Rica. 2014)

Es bueno de vez en cuando tener delirios. Vienen con su poquito de locura, de enajenación, pero no importa. En ciertas fases, nos hacen perder el tino, quizás porque el tino suele ser tedioso.
Los delirios nos sacan del mundo cotidiano, nos arrojan en brazos de la desmemoria, y así, sin la menor prevención, disfrutamos del olvido.
Por una vez (¡y qué excepción!), saltamos por encima de la valla llamada horizonte y nos abrazamos con otros delirantes que nos inventan nombres y destinos.
Los delirantes pasamos al lado de la muerte y le hacemos un guiño. Nos movemos como si fuéramos eternos, sin tomar precauciones, más o menos sonámbulos, festejando los rayos y los truenos, y mirando a través de la lluvia.

Los delirios son premios, vida entre paréntesis, pero cuando el paréntesis se cierra y regresamos a lo cotidiano, a lo cabal, a lo de siempre, sentimos entre pecho y espalda una aguda nostalgia del delirio. (Vivir adrede, Mario Benedetti)


Poco antes de emprender el viaje, un viejo amigo muy especial (de esos que la memoria deja intactamente congelados con un semblante de bondad y que, ocurra lo que ocurra, están perennes para una), aventuró muy acertadamente que Costa Rica sería un sitio que ayudaría en mi tímido pero incesante empeño de crecer. Sabía antes que servidora las sensaciones que se gestarían muy dentro; no sé si por conocerme a mí o del bálsamo para las heridas que supone colgarse una mochila a la espalda y ponerse delante de lo desconocido, mirando de tú a tú al horizonte y saltando el océano.
Una de las claves para diferenciar al viajero de los turistas es que éste es un mero observador silencioso de lo nuevo a descubrir. No intenta alterar el hábitat natural ni social que ahora le inunda, sino que se empapa cuanto puede de las costumbres y la forma de vida que se va encontrando a lo largo del camino y a lo ancho del planeta. Los "ciudadanos de un lugar llamado mundo" hacen así un ejercicio de introspección muy curioso que puede dar como fruto el reconocimiento de que lo nuestro no es ni lo único ni lo más válido. Cualquier andamio de conocimiento que hemos albergado puede desvanecerse dejando paso al renacimiento del fénix de lo incierto, de lo nunca visto.

De esta manera, salimos por fin de nuestra calentita zona de confort y entramos en el “pura vida, mae” de los costarricenses, los ticos. Traduciendo: “Estás en el paraíso, europea, y no importa lo que hayas conocido hasta ahora; saboréalo y deléitate sin ningún tipo de prerrogativa ni condición”. Mamá Naturaleza sale a darte un beso en la frente no solo con cocoteros y bananos, olas turquesa del Caribe ni cabañas con mosquiteras a lo memorias de África. Te bendice con tiempo y clima para pensar y encontrarte, para recrearte en nimiedades que las ciudades de cemento no te dejan ver.
Es en ésas cuando me sorprendo mirando a mis compañeros de viaje. Sin duda, son las personas quienes ayudan a hacer especiales estas experiencias… Y la encuentro allí. La reconozco como un ejemplar a tener en cuenta.

Ella añora a los suyos. Ahorra lo que puede durante un tiempo. Deja su casa y su trabajo. Vende su moto y muchas de sus demás pertenencias físicas. Se calza una de las mochilas mejor hechas que he visto y sale a perseguir sus sueños. De repente, me recuerda que aún quedan valientes que hacen sacrificios abandonando un seguro “lo de siempre” en pos a un “quién sabe qué me puedo encontrar” (en andaluz, un divertido “pa’ habernos matao”). Todo por ser fiel a sí misma.

Y ahí está ella. Es esa otra delirante que esperaba tan rabiosamente. Con su bolsa cosida y forrada por banderas de decenas de países, con su mágica sonrisa que todo lo puede, ahí, imperturbable. Con su mirada de curiosidad e ilusión por lo que va a descubrir y, sobre todo, con su positivismo proactivo (lo indispensable en un compañero de viaje) y su ingeniosa capacidad de resolución de lo que fuere. Ella te ofrece en bandeja de plata el razonamiento de que el mundo es un libro repleto de increíbles aventuras, y no salir a conocerlo implica vivir habiéndose quedado  en la primera página.
Aquí solía yo decir Hakuna Matata, pero después de ti, no me queda otra que evolucionar a un "Pura vida siempre, hermana".
Ella ríe, canta, vive, ama, llora, sueña y sigue. Y aún así lo tiene todo para sonreír. Para ser feliz.