lunes, 5 de diciembre de 2011

De barreras, escalones, rampas, saltos, jaulas y pasos a nivel




De puertas...

A veces se dice que “cuando Dios te cierra una puerta, te abre una ventana”.
Quizás oigas que “se le cerraron las puertas”.
A lo mejor escuchas que “no vio la puerta que tenía abierta”.

Una puerta no es más que un límite, físico o mental, que te contiene, o que te separa de algo. Normalmente, se tiende a pensar que el hecho de que la posición de la puerta, abierta o cerrada, sea ésa se debe a factores externos.

Unos lo llaman voluntad divina.
Otros lo reconocen como suerte o destino.
Los de más acá dicen que tiene que ver con los que te rodean, que se encargan de moverlas a su antojo.
Sin embargo, los de más allá opinan que está en cada uno poder decidir cuales son las puertas que vamos a abrir, y cuáles las que cerrar.
Bravo por los de más allá, que aun siendo tres gatos, son los que tienen el futuro en sus manos.

Todo gran poder conlleva una gran responsabilidad, así que todos debemos ser muy conscientes de cuándo queremos abrir una puerta. Podemos llevarnos gratas sorpresas, y podemos encontrar peligros a los que no estábamos anteriormente expuestos.

Si dejas abiertas puertas, debes saber que pueden entrar ladrones o incluso dementores, como yo los llamo. Todos conocemos a alguno de estos seres. Ojalá pudiera compararse que te quiten el oro y las joyas con que te quiten la alegría, la sal de la vida, o lo que tengas por “alma”, si crees en ella. Vamos, tu felicidad, que sí que es una y omnipotente.

Puede darse que, justo cuando decides que vas a salir de tus murallas inexpugnables para disfrutar más de lo que hay fuera, para implicarte más que nunca, para que los demás te importen por fin de verdad, y para sentir empáticamente, te encuentres con personas a las que tus nuevos objetivos en la vida no les importen un bledo. Cosa, por otro lado, muy respetable.

Quizás soy muy joven todavía en esto de preocuparme, o no he sido nunca sensible, o aún no me hago a la idea de que las personas actúen de manera diferente a como yo lo haría, que me cuesta pensar que haya dementores dispuestos a robarme la felicidad que antes tenía completa, o dispuestos a anteponer su bienestar al del grupo completo, o dispuestos a minar los ánimos e ilusiones de los demás, o dispuestos a herirnos gratuitamente por egoísmo, por intereses, por falta de seguridad o por aburrimiento incluso.

Merece la pena tener mi puerta abierta, sí, ya sea sólo por conocer a algunas personas que me brindan mucho de ellas, de las que puedo aprender, con las que puedo compartir, que son mágicas, que me recargan la batería animándome, y que hacen que con ellas sea un gustazo emprender nuevos caminos. Aquellas con las que luego contarás las historias que viviste, ésas que comparten tus valores, las que intentan dejar de verdad el mundo un poco mejor de como se lo encontraron.

Hoy, la autolección que debo aprender es a dar cerrojazo y a alejarme, como bien decía Emilio Duró, de aquellos que hacen que el día que más cantando me levante, más triste me acueste si nada lo evita. Empecemos por ignorar a aquellos a quienes no les importas, que apenas conoces siquiera, o personas que están absortas en maquiavélicas estrategias que mi condición de mongola emocional nunca llegará a concebir. Portazo en las narices, y si viene otro a dárselo, que tengo las manos ocupadas contando las experiencias positivas que vamos a vivir sin estos verdes/grises.

La 9a sinfonía, y su cuarto movimiento, el Himno de la alegría, se forma con las mismas siete notas que el Requiem de Mozart. Tú, con lo que tienes, eres quien decide qué tocar.

Y que te duela es inevitable. Ya sufrir es opcional.