lunes, 23 de enero de 2012

Yo, mi, me, conmigo o "de cómo me limpio el culo y me sabe rico”



Ego ipse sum. O, tras tomarme la licencia de realizar lo que se conoce como traducción libre: “deja paso que llego yo, nada más y nada menos, y no te estoy viendo besar por donde piso”.

Los grandes pensadores de nuestra época no están ninguno en un laboratorio (¿averiguando qué?). Ni encerrados en bibliotecas (¿documentándose para qué?). Ni en un monasterio perdido en la montaña (¿por dónde, dices?). Ni en la NASA (¿mande?).

Esos son pringados de tres al cuarto. No hagáis ni caso, que aquí los que cuentan son nuestros Einsteins de andar por casa. Valientes héroes anónimos que con su blanco corcel y su ordenador o smartphone por espada y escudo (¡qué fácil lo tenemos ahora!) luchan contra la gran represión de aquellos que, a su juicio (el único y omnipotente siempre), no permiten libertad de expresión alguna.
Yo, porque soy yo y no otro, dónde vamos a parar, me encuentro en la valiosa misión de decir lo que a mí (aprovecho para decir “¡viva yo!”, que ya me lo voy mereciendo) se me pasa en este instante por mi bendita cabeza, y los demás son tan inteligentes y educados como para no contradecirme jamás, da igual cómo lo haya soltado, porque los santos efluvios de mis pensamientos (no de los tuyos, no, de los míos, de los míos) son tan mágicos como indispensables, tan acertados como infinitos y tan ecuánimes como veraces, porque mi verdad es la única circunstancia que puede entenderse y otro planteamiento jamás cabría. ¿O cupería? No sé, tenéis que (Ojo, que es vuestro deber) entender mis circunstancias: YO (así, que en mayúscula me gusto más) sólo he acabado mis estudios primarios y me he tatuado la cara de Belén Esteban en el brazo, la patrona de todos los que defendemos nuestras opiniones, medios de comunicación y difusión en mano, sin que nos importen más factores mundanos.

Factores mundanos tales como el idioma, en general, o la argumentación, en concreto. Yo (uf, qué cosquilleo, no me cansaré de repetirlo), en este código lingüístico que es el español, utilizo las palabras como yo, en la amplitud de mis conocimientos, sé qué son. Jamás me rebajaría a buscar en un diccionario estas dos palabras cualquiera porque vosotros las malinterpretéis, ya que ambas (¿ambas dos? ¿o en eso no tengo que repetirme porque no va de mí?) significan lo que sé.

Argumentación, ¿quién te necesita a ti a la hora de expresar una opinión? Si lo importante es que se suelte como sea, y que luego los demás la respeten, sea cual sea. Esta digna persona opina (ya he dejado caer el comodín, ahora no hay dios que pueda parar la sarta de gilipolleces que podría llegar a decir) que eso que tú te has encargado de buscar o hacer para los demás (con tu tiempo invertido, tus conocimientos al respecto, etc.) es una mierda. Punto. Mientras me rasco a dos manos. Y hasta que no respondas (acribillándome, porque una respuesta no es otra cosa que una violación a mi exquisita percepción de las cosas), no te digo por qué pienso lo que pienso. Y ya, donde dije digo, digo Diego, pero hasta que tú me cuestiones, si lo haces, nuestro gran público se queda con lo principal, lo que yo he pensado. Porque… ¿a quién no le importa lo que a mí, esa persona que en mis estados pongo el sagrado pronombre de primera persona en mayúscula ante todo, me ocurre? ¿Cómo os voy a dejar sin esos pedacitos de mi todopoderoso cerebro?

Muchas veces temo que esta pequeña parodia que acabo de representaros sea la regla vigente, y no el destello ególatra de unos cuantos que confunden libertad con libertinaje y que, cuando se les pide explicaciones (no cuando se les acalla, que eso sí es la abominable censura) se sienten atacados, defendiéndose al grito de “es mi opinión y la respetas”.

No. Mal. Muy mal. Craso error. Una valoración, por muy subjetiva que sea, debería ir acompañada de una línea de argumentación que haga que el resto de seres humanos entiendan la razón de ser de la publicación en concreto. No puedo soltar lo que sea, cuando sea, como sea y a quien sea y, para más INRI, esperar que todos respeten siempre lo que digo, porque no hay lugar a error en mis planteamientos. Podría encontrarme con algo que mis blanditas orejas, anestesiadas por los algodones del libertinaje de expresión que vivimos no están acostumbradas a escuchar: “¿quién carajo eres tú?” y “¿a ti quién coño te ha preguntado?”.

Esto es mi humilde apreciación, que soy una dentro de ese grueso de siete mil millones, pero creo que podría llegar a entender, y mi corazón no quedaría azotado vilmente, si me decís que preferís limpiaros vuestras partes nobles con ella. Servíos.