(Puerto Viejo, Costa Rica. 2014)
Es bueno de vez en cuando tener delirios. Vienen con su
poquito de locura, de enajenación, pero no importa. En ciertas fases, nos hacen
perder el tino, quizás porque el tino suele ser tedioso.
Los delirios nos sacan del mundo cotidiano, nos arrojan en
brazos de la desmemoria, y así, sin la menor prevención, disfrutamos del
olvido.
Por una vez (¡y qué excepción!), saltamos por encima de la valla llamada horizonte y nos abrazamos con otros delirantes que nos inventan nombres y destinos.
Los delirantes pasamos al lado de la muerte y le hacemos un guiño. Nos movemos como si fuéramos eternos, sin tomar precauciones, más o menos sonámbulos, festejando los rayos y los truenos, y mirando a través de la lluvia.
Por una vez (¡y qué excepción!), saltamos por encima de la valla llamada horizonte y nos abrazamos con otros delirantes que nos inventan nombres y destinos.
Los delirantes pasamos al lado de la muerte y le hacemos un guiño. Nos movemos como si fuéramos eternos, sin tomar precauciones, más o menos sonámbulos, festejando los rayos y los truenos, y mirando a través de la lluvia.
Los delirios son premios, vida entre paréntesis, pero cuando
el paréntesis se cierra y regresamos a lo cotidiano, a lo cabal, a lo de
siempre, sentimos entre pecho y espalda una aguda nostalgia del delirio. (Vivir adrede, Mario Benedetti)
Poco antes de emprender el viaje, un viejo amigo muy
especial (de esos que la memoria deja intactamente congelados con un semblante
de bondad y que, ocurra lo que ocurra, están perennes para una), aventuró muy
acertadamente que Costa Rica sería un sitio que ayudaría en mi tímido pero
incesante empeño de crecer. Sabía antes que servidora las sensaciones que se
gestarían muy dentro; no sé si por conocerme a mí o del bálsamo para las
heridas que supone colgarse una mochila a la espalda y ponerse delante de lo
desconocido, mirando de tú a tú al horizonte y saltando el océano.
Una de las claves para diferenciar al viajero de los
turistas es que éste es un mero observador silencioso de lo nuevo a descubrir. No intenta alterar el
hábitat natural ni social que ahora le inunda, sino que se empapa cuanto puede de
las costumbres y la forma de vida que se va encontrando a lo largo del camino y
a lo ancho del planeta. Los "ciudadanos de un lugar llamado mundo" hacen así un
ejercicio de introspección muy curioso que puede dar como fruto el
reconocimiento de que lo nuestro no es ni lo único ni lo más válido. Cualquier
andamio de conocimiento que hemos albergado puede desvanecerse dejando paso al
renacimiento del fénix de lo incierto, de lo nunca visto.
De esta manera, salimos por fin de nuestra calentita zona de
confort y entramos en el “pura vida, mae” de los costarricenses, los ticos. Traduciendo: “Estás en
el paraíso, europea, y no importa lo que hayas conocido hasta ahora; saboréalo
y deléitate sin ningún tipo de prerrogativa ni condición”. Mamá Naturaleza sale
a darte un beso en la frente no solo con cocoteros y bananos, olas turquesa del
Caribe ni cabañas con mosquiteras a lo memorias de África. Te bendice con
tiempo y clima para pensar y encontrarte, para recrearte en nimiedades que las
ciudades de cemento no te dejan ver.
Es en ésas cuando me sorprendo mirando a mis compañeros de
viaje. Sin duda, son las personas quienes ayudan a hacer especiales estas
experiencias… Y la encuentro allí. La reconozco como un ejemplar a tener en
cuenta.
Ella añora a los suyos. Ahorra lo que puede durante un
tiempo. Deja su casa y su trabajo. Vende su moto y muchas de sus demás
pertenencias físicas. Se calza una de las mochilas mejor hechas que he visto y
sale a perseguir sus sueños. De repente, me recuerda que aún quedan valientes
que hacen sacrificios abandonando un seguro “lo de siempre” en pos a un “quién
sabe qué me puedo encontrar” (en andaluz, un divertido “pa’ habernos matao”).
Todo por ser fiel a sí misma.
Y ahí está ella. Es esa otra delirante que
esperaba tan rabiosamente. Con su bolsa cosida y forrada por banderas de decenas de países, con su
mágica sonrisa que todo lo puede, ahí, imperturbable. Con su mirada de curiosidad
e ilusión por lo que va a descubrir y, sobre todo, con su positivismo proactivo
(lo indispensable en un compañero de viaje) y su ingeniosa capacidad de resolución
de lo que fuere. Ella te ofrece en bandeja de plata el razonamiento de que el
mundo es un libro repleto de increíbles aventuras, y no salir a conocerlo
implica vivir habiéndose quedado en la
primera página.
Aquí solía yo decir Hakuna Matata, pero después de ti, no me
queda otra que evolucionar a un "Pura vida siempre, hermana".
Ella ríe, canta, vive, ama, llora, sueña y sigue. Y aún así lo tiene todo para sonreír. Para ser feliz.
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