Muchas serán las veces que la vida te obligue a disfrazarte,
a camuflarte entre otros, a abandonar tu instinto animal, e incluso que permita
que un trozo de tela te amordace y que tengas una capa gruesa de maquillaje
hasta en el corazón, tapando todas las irregularidades de su sangre a
borbotones, de la naturaleza genuinamente imperfecta de ese motor que te hace una
persona única. Serán las veces que sientas que no eres ni la sombra de quien
algún día fuiste, y que hubo sueños que se perdieron por el camino.
Es entonces cuando tienes que recordártelo, si no quieres
que tu yo más subversivo se lance de cabeza a una mesa camilla con brasero y
castañas, entre tanto “pragmatismo” impuesto por los de siempre.
Los buenos navegantes de antaño sabrían bien qué se podía encontrar en la punta de la aguja que señalaba el norte magnético del planeta en la brújula, después de siglos de costumización de una T referente al viento de Tramontana o viento del norte.
La flor de lis, monarquías rancias aparte, siempre fue el
emblema de aquellos que marcaban bien su norte personal, la dirección de sus
valores y su forma de ver, disfrutar y recibir la vida cada día. Para mí, tiene
además el matiz del recuerdo; esos pequeños fragmentos de una línea que, cuando
disfruté, significaron felicidad; y que cuando dolieron, supusieron una
experiencia de aprendizaje. Y no estamos aquí más que para aprender.
Mis
principios van a la espalda a fuego, so pena de que pesen cuando no me
convengan, como esa mochila que se ha ido, que se va, y que se irá llenando en
los lugares más recónditos del planeta, con personas de culturas distintas, de
lenguas diferentes, pero que enriquecerán un poco más mi paso por este pequeño
mundo nuestro.
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